Poética del ensayo: colaboraciones con Luis Borja

Una de las confusiones más arraigadas actualmente rehúsa establecer una diferencia entre el ensayo y el «paper» académico. Basta revisar las directivas de tesis en múltiples universidades —al igual que las exigencias editoriales de revistas académicas— para anotar el problema. Se presupone que —a imagen de la «pop music» en boga— existe un estilo único de presentar los datos. Por una con-fusión (fusion-with) del modelo de la representación y el mundo empírico en sí, se presupone que el mapa borgeano de lo Real exige una rectilínea, i.e., se excluirían los diálogos de Platón por su drama ineficaz. Los objetivos iniciales trazan un camino directo hacia la captura inmediata del objeto de estudio en su totalidad de aleph absoluto. He aquí el primer problema.

Por esa ilusión, el ámbito académico descalifica el ensayo literario en su carácter original. Parece que aún no comprende la diferencia clásica que, según Aristóteles, define la separación entre la historia y la poética.  Tradicionalmente, el primer ámbito refiere hechos particulares. «Luis Borja comió paternas el 24 de febrero en Santa Ana» califica de historia; «los santanecos comen paternas», de poética, ya que generaliza un hecho particular sin arraigo directo en lo concreto. Así, ese mismo día, «Tony Peña comió zapotes junto a Luis Borja», ¿por tanto dejó de ser santaneco? He aquí el segundo problema.

A esta doble distinción —paper-ciencia vs. ensayo-ficción; particular-historia vs. general-poética— se añade otro rasgo esencial: el tabú. Concentrada en lo sociopolítico y económico, la historia desdeña el cuerpo humano sexuado cuyo carácter biológico original siempre lo disfraza la sociedad bajo un atuendo de género. Basten dos ejemplos. Tres textos publicados en 1932 le otorgan un protagonismo singular a la mujer afrodescendiente —«negra»— e indígena, «india», sin que su mención ocupe un lugar preponderante al narrar los hechos del 32.  Me refiero a «Agar o la venganza de la esclava» de Francisco Gavidia, «Otra más…» de Roberto Suárez Fiallos —publicados en el «Boletín de la Biblioteca Nacional», mayo y junio de 1932 respectivamente— al igual que Remotando el Uluán de Salarrrué.

Pese al tabú de la historia, esos tres relatos plantean la distinción entre un hombre blanco culto o en el poder, en oposición con una mujer «negra» o indígena sin recursos. El varón recibe el honor o la condena de la historia cultural contemporánea; la mujer queda en el olvido y sin mención. Por una triple disparidad —clase, etnia y raza— el «prohibido olvidar» le aplica a Ella —Agar-esclava negra, La Chabela-cipota campesina en deshonra, y Gnarda-amante negra— la paradoja de su antónimo.  «Ya se le había olvidado todo» (Gavidia) y «las huellas… el viento habrá de borrarlas» (Suárez Fiallos).

Nótese que estos escritos los publican revistas oficiales del martinato; el martinato autoriza su edición pese a la censura de prensa.  En el canon literario de 1932 no existe el 32 —sino persiste un testimonio del masculinismo— tal cual lo atestigua tardíamente el segundo ejemplo siguiente. Las dos primeras novelas sobre el 32 —El oso ruso (1944) de Gustavo Alemán Bolaños y Ola roja (1948) de Francisco Machón Vilanova — reiteran la temática de la triple disparidad al hacer de «la chingada» —la mujer indígena que sufre la violencia de género— la primera «comunista» del continente americano. Si se recuerda que el término jurídico de «acoso sexual» data de la década de los setenta —de la segunda mitad del siglo XX— la presunta ficción —esto es, la poética— refiere la sexualidad.  Se trata de una arista política que la historia desdeña y anula de su presunta objetividad holística, en copia del aleph borgeano.  He aquí el tercer problema.

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Bajo esta triple perspectiva —poética como ensayo (jazz improvisado en rayuela); poética como enunciado general («el salvadoreño come pupusas»); poética como tabú (colaboración artística con el martinato y sexualidad, hecho político dispar)— mi trabajo con Luis Borja se concentró en una serie de ensayos que escribimos en cooperación documental y teórica, de manera conjunta.  Me refiero a «Una. muerte… la verdadera liberación. De la novela como historia a la historia como violencia en Alberto Rivas Bonilla», «Del «levantamiento de venganza» a la «fraternidad masferreriana. El 32 según Cristóbal Humberto Ibarra» y «En el despegue literario del martinato».  Estos ensayos confluirían con su tesis de licenciatura sobre la política cultural del martinato (2013).  La otra vertiente ensayística de su obra la dejo pendiente para un escrito venidero (lingüística, crítica literaria, etc.), en su cauce fluye la introducción a mi libro San Salvador matinal (2018).

A cuatro manos, esos escritos plantean la triple censura y el olvido necesario para hacer historia, es decir, para relegar la poética hacia la ficción. Sin embargo, en su reflexión de la violencia, la ficción no es ficticia por el recuerdo que la sustenta. Por lo contrario, despliega una dimensión vivencial que sobrepasa la objetividad sociopolítica y económica. Rivas Bonilla disfraza al oprimido de perro, quien vive una vida «perra» al recibir los embates constantes del protagonismo viril. Si su obra suele tildarse de «humorística» y de representar la «idiosincrasia salvadoreña», los prejuicios de la identidad nacional hacen parte de ella. «¿Has visto tú que indio más bruto… los hay más brutos que los mismos animales». En anticipo inverso de un eslogan revolucionario, para Rivas Bonilla la liberación la consigna la Muerte.  He aquí la confirmación de un tabú, donde el género y la etnia las expresa la literatura.

En Ibarra (1957), resurge el 32 como consciencia tardía de los hechos, es decir, el 32 sin 1932. Para recalcar este desfase, imagínese que el archivo sobre el COVID-19 no proviene de 2019-2020-2021, ya que aún carecemos de la inteligencia histórica sobre su impacto, ni tampoco honramos la Muerte de nuestros semejantes. Tal es 1932 sin el 32. Por ello, Ibarra plantea una resolución masferreriana al conflicto, según la cual los hacendados estarían obligados a implementar el Mínimum Vital para resolver la violencia social. La poética no se ofrece como un hecho, sino como proyecto político de un futuro inacabado. Ibarra no sólo imagina un imperio de justicia social que reconcilia a los colonos indígenas con el mayordomo estadounidense, el dueño de la hacienda, las autoridades municipales y militares. A la vez, pese a su oposición final al martinato, no vislumbra la revuelta como un hecho de la justicia social. En cambio, la describe en términos salarruerianos (1935) de «levantamiento de venganza». He aquí en esta disparidad otro tabú de la historia.

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Para no alargar este breve escrito que pondera el legado de Luis Borja en el ensayo, en la doble oposición de Ibarra —a la revuelta y al martinato— se resumen los escritos en los cuales colaboramos. Sólo su difusión impresa haría honor a su contribución a la historia cultural salvadoreña, a la par de su poesía. Por desgracia, el 2021 aún propaga tabúes beatos de la antigüedad. No sólo cierta izquierda académica anhela apropiarse del canon artístico del martinato (véase ilustración). Adrede olvida a los sublevados difuntos, ya que su único legado perenne es la osamenta (ADN): Umit (2019) de Luis Borja. También, en nombre del «exotismo modernista», de lo «astral» —es decir, de un ser humano incorpóreo— niega el cuerpo sexuado, el género, la raza y la etnia como aristas imprescindibles de lo político y de la jerarquía social. En esa violencia viril, el masculinismo (derecho de pernada…) exhibe la cara oscura del feminismo (sufragistas…). No en vano, este 8 de marzo de 2021, al lado de «Ellas son 28 de las mujeres más influyentes en La historia de El Salvador» aparece la noticia «Cada día 117 niñas y adolescentes consultan el sistema de salud por riesgos de embarazo o parto, es decir, el reconocimiento feminista lo completan las «violaciones y estupro» de la masculinidad doméstica (El Diario de Hoy)». Hasta que se publiquen esos ensayos de Luis Borja —insisto— no se desmentirá la censura actual por hablar de esa violencia fundadora.

 

Por último, le agradezco a Luis Borja formatear mi libro hoy intitulado La sonrisa de la jícara. Ensayos sobre la pandemia en memoria de Luis Borja, el cual presentaré en el mes de abril. El mismo se encargaría del im-preso en THC Editores, y hoy yo de su ex-preso en «In Other Words», sin censura en su honor. A Luis Borja, demasiado pronto se lo llevaron la Tzuntecumat y la Siguanaba, mientras a mí me encomendaron proseguir la tarea de testimoniar la Enfermedad, la Violencia y la Muerte durante mi Ex-Silo Terrenal. Estos tópicos los examina mi alma en pena en el libro por venir, al cual se añaden las colaboraciones de Ada Membreño, Noé Lima, Erick Tomasino y Tony Peña.