La literatura no es el alma de los pueblos, sino la representación de las formas que esa alma ha adoptado a lo largo de su historia. Tomadas en su conjunto, desde sus orígenes republicanos, las letras costarricenses han sido variadas, si bien escasas. En sus inicios como república, nuestro patio no contó con las mismas condiciones materiales ni culturales de la capital del antiguo Reino de Guatemala. Allá, durante casi todo el siglo xix, se escribió y se publicó lo más selecto de las letras centroamericanas.
La imprenta no llegó al suelo costarricense hasta 1830, mientras que en Guatemala ya estaba desde 1660 y en El Salvador desde 1824. No es poca la diferencia. El primer libro publicado por aquel rudimentario armatoste fueron unas Breves lecciones de aritmética, de Rafael Francisco Osejo. La máquina se exhibe en nuestro museo arqueológico, el Museo Nacional de Costa Rica; el tomito (único ejemplar conocido) está en la Sala de Libros Antiguos y Especiales, de nuestra Universidad Nacional; algunos poemillas y rogativas salieron también de aquella rudimentaria imprenta. Lo que ignoraban los impresores era que de sus tornillos, palancas y botes de tinta estaba naciendo la literatura costarricense. Poco se sabe de los tiempos de la Colonia; posiblemente los cantos, las leyendas, los relatos y obritas teatrales se disiparon con el aire, pues lo que hubo se transmitía oralmente. Hoy día, acuciosos historiadores y filólogos han emprendido con denuedo una exploración más cuidadosa y profunda.
La literatura no es, como podría pensarse, un conjunto de poemas, novelas y obras de teatro. También son las crónicas, las leyendas, los escritos doctrinales, los discursos políticos, las cartas, manifiestos y arengas. Muchas páginas de José María Castro Madriz o de Juan Rafael Mora son auténticas piezas literarias, no importa si fueron escritas por ellos o por sus amanuenses. Además, se representaron obras teatrales en plazas y atrios de iglesias a principios del siglo xix, que por suerte se han recuperado, esta vez escritas e impresas.
A finales del siglo xix se suscitó una curiosa anécdota: en una revista argentina, a alguien se le ocurrió decir que en Costa Rica se cultivaba mejor el café que los poetas. Máximo Fernández, un político e intelectual de entonces, levantó una ceja al leer aquello y de inmediato se dio a la tarea de recopilar por aquí y por allá poemas, con amigos y conocidos que lo ayudaron en el proyecto. En 1891 apareció el primer tomo de su Lira costarricense y un año después el segundo. Es la primera publicación «formal» de nuestra literatura. Casi de inmediato empezaron a aparecer novelas, libros de cuentos, tomitos de versos. Con ellos, ciertas muestras iniciales de crítica literaria, porque ninguna de ellas —la literatura y la crítica— ha existido sin la otra. Esta vez con decisión, habían echado a andar las letras nacionales.
A los pocos años —finales del siglo xix y principios de siguiente— algunos escritores empezaron a preguntarse: ¿qué es o qué podría ser la literatura costarricense? Análoga interrogante la habían formulado otros países hispanoamericanos. ¿Hay una literatura «tica»?, se decían unos; otros se negaban a creer que esa posibilidad: ¿letras del terruño?, ¡por favor!, y reían escandalizados. Surgió una interesante polémica que se dirimió en los periódicos de esos años, entre los que luego serían nuestras plumas «clásicas»: Carlos Gagini, Ricardo Fernández Guardia, Manuel González Zeledón y dos o tres más.
Por fortuna, unos cuantos poetas y escritores comprendieron a tiempo que hacer literatura no es asunto de buenas intenciones y de nobles ideas, sin más. Tampoco lo es para convertir el ejercicio artístico en un programa político y en su instrumentalización. ¿Tiene la literatura que «servir» para algo?; ¿nos hemos preguntado hoy para qué sirven el fútbol, los jardines del Parque Nacional, la estatua de un expresidente al final del Paseo Colón? Aun así, de muchos escritores —con sus lectores y profesores de literatura— se reconocieron su altruismo y la reivindicación de causas políticas, morales y sociales, como en las obras de Carlos Luis Fallas, de Fabián Dobles o de Joaquín Gutiérrez, colinas muy visibles de las letras costarricenses. Casi se dejaron en el olvido, durante mucho tiempo, las páginas de Yolanda Oreamuno —autora de la quizá mejor novela que se escribió en nuestra patria en el siglo xx— y de José Marín Cañas, por mencionar dos nombres.
Las letras costarricenses de hoy —los últimos cincuenta años— han pasado por muchos tamices. Hay, qué duda cabe, nombres fijados en el imaginario social costarricense; los poemas de Jorge Debravo, por ejemplo, y los de algunos coetáneos suyos, hoy casi octogenarios. La novela costarricense se ha recuperado de programas políticos e ideológicos, por los que pasó después del neorrealismo de Fallas, Dobles y Gutiérrez. Su retoñar ha sido poco menos que espectacular. En las librerías, hoy día fácilmente damos con novelas sobre la vida urbana en todos sus entresijos, sin dogmas ni prevaricaciones. No hay reproducción documental de la realidad —¿para qué, si ya existe?—sino una interpretación, la exploración de ángulos ocultos, de sombras aun no reveladas, de pasajes encriptados de nuestra historia que se ponen ante la mirada del lector, sin más propósito que ello: escribir una buena novela, una obra teatral, un poema.
Los doscientos años de vida independiente —en lo esencial, republicana, para suerte histórica— lo han sido de representarnos a nosotros mismos mediante la palabra; con voluntad estética, se entiende. Los mejores poemas escritos en nuestros lares muy poco tienen que ver con los iconos convencionales del turismo oficial (ruedas de carreta, tucanes, orquídeas o volcanes humeantes). La poesía —la literatura en general— se escribe en y con su historia, no a propósito de ella. Tal ha sido la experiencia de los mejores ejemplos de las letras costarricenses: dejar que las palabras corran por las páginas no en busca de respuestas definitivas, sino de nuevas interrogantes: ¿qué hemos sido; en qué condiciones estamos, qué posibilidades nos queda por imaginar?
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