Nadie se hubiera imaginado, hace tan solo un par de años, que la conmemoración del bicentenario de la independencia centroamericana nos encontraría en una situación sanitaria, económica y social inédita, que ha provocado o agravado condiciones que deben ser cuidadosamente analizadas, especialmente en el ámbito universitario, que es donde se tienen conocimientos más certeros del pasado del cual provenimos, y del futuro posible hacia el que nos dirigimos. En el caso costarricense, esta particular situación entroncó con un creciente déficit fiscal que ponía en riesgo la estabilidad financiera del país, la cual se producía, a su vez, en el marco de una serie de reformas que venían realizándose desde la década de 1980, y que venían transformando, paulatinamente, el perfil de la nación.
Las reformas a las que hacemos mención se desprenden de la implementación, desde la administración de Luis Alberto Monge Álvarez, del modelo neoliberal de desarrollo, que vino a sustituir al modelo de Estado de Bienestar o Estado Social, que había entrado en crisis a mediados de la década de los 70.
Como resultado de ese largo proceso de casi cuarenta años, el perfil característico de la sociedad costarricense había venido cambiando en todos los órdenes. Desde el punto de vista social, por ejemplo, se ha estado construyendo una sociedad cada vez más desigual, al punto de que publicaciones del Banco Mundial la sitúan entre las diez más desiguales del mundo.
El nuevo modelo impulsado bajo los preceptos del Consenso de Washington se fue concretando “a la tica”, es decir, paulatinamente, sin los shocks que caracterizaron a otros países de América Latina. Pero esa situación cambió en lo que aquí estamos llamando “la coyuntura del bicentenario”, cuando la clase política decidió impulsar, a marchas forzadas, una serie de leyes que ha llevado a pensar que la Costa Rica diferente del resto de la región (por sus indicadores sociales positivos, su apego al estado de derecho, su apuesta por una educación pública de calidad, etc) está esfumándose.
Efectivamente, durante los 200 años de vida republicana, Costa Rica se caracterizó por haber seguido un camino que lo diferenció de la mayoría de los países de la región. Tal vez en esto haya influido el hecho de que, en el período colonial, no tuvo las condiciones materiales para que en ella se asentara fuertemente la administración colonial, permitiendo la construcción posterior de una sociedad menos estamental, autoritaria y vertical.
Pero lo cierto es que esa herencia “benévola” supo ser fructificada desde el mismo siglo XIX, cuando para articular su original modelo de desarrollo no pesaron tanto instituciones como el ejército sino otras, como la de la educación, lo que a la larga se convirtió en una particular forma de ir haciendo un país que, en los albores de la segunda mitad del siglo XX, tomó decisiones cruciales para consolidar ese modelo propio.
Dentro del abanico de conceptos e ideas, pero también de estereotipos y mitos que fundamentan la idea de la especificidad y la diferencia costarricense, hay algunos que cada vez son más endebles, como el de su supuesta blanquitud, pero hay otros que emanan de su dinámica histórica y siguen siendo un bastión de lo que los costarricenses consideran que los caracteriza. Uno de ellos, por ejemplo, es que este es un país de “igualiticos”, lo cual, como ya se ha demostrado reiteradamente, no es totalmente cierto, pero sí refiere a un tipo de sociedad en la que ha existido una amplia clase media, y en el que las diferencias sociales no eran tan marcadas como en el resto de la región.
Todo eso está cambiando. Como ya dijimos, el bicentenario nos encuentra, entonces, inmersos en procesos de transformación fundamentales que están teniendo repercusiones importantísimas en la sociedad costarricense. Lo nuevo, en la coyuntura marcada por la pandemia, es la profundización acelerada de las reformas neoliberales que los provocan. Pareciera que la clase política de este país hubiera decidido, sin que eso hubiera estado en los programas presentados en la campaña electoral que los llevó al poder, echar por la borda lo que, a estas alturas, ya podríamos catalogar como la “tradición” costarricense.
De esa cuenta, el bicentenario se presentaría como un momento culminante de un proceso de refundación nacional. En vez de hacer un balance crítico que permitiera valorar lo mucho que el país avanzó por esa senda de desarrollo con características específicas que lo distinguieron en el concierto de las naciones para, luego, buscar las vías para profundizarlo, con lo que nos enfrentamos es con una actitud despectiva o, por lo menos, que no toma en cuenta ese pasado.
Seguramente nadie imaginó, en 2018, en medio de la algarabía de haber elegido un gobierno que se bautizó a sí mismo como el gobierno del bicentenario, que sucedería esto. Parecía entonces que se abría la posibilidad, frente a la amenaza de tener al frente del poder ejecutivo a alguien de ideología fundamentalista, de hacer valer aquellas ideas y valores que siempre enorgullecieron a los costarricenses, y de ahí la sorpresa, y después la decepción, ante lo ocurrido.
En este contexto, las universidades, que se encuentran también en la mira de estas reformas, han hecho reflexiones y propuestas que deberían ser tomadas en cuenta, pero una característica del gobierno del bicentenario ha sido hacer caso omiso de ellas, a pesar de que parten de instituciones que constituyen uno de los logros más sobresalientes que ha alcanzado este país, un país pequeño, sin mayores recursos naturales, que ha podido posicionar a su educación superior pública en un lugar de referencia continental.
Costa Rica está, por lo tanto, pasando por momentos de estrés social. A las disrupciones que ha implicado la pandemia se han agregado las provocadas por el tsunami político. No es, seguramente, el bicentenario que se merecía, y deberíamos trabajar todos por revertir este desvío que amenaza con modificar para mal el perfil de la nación.
Comentarios