El 21 de febrero de 2020, según se registra en un mapa interactivo publicado por la Unesco, el mundo conoció la noticia inquietante que China, el país con mayor población, y su vecina Mongolia, habían cerrado totalmente sus escuelas como consecuencia del COVID-19. El resto del mundo observó y escuchó la noticia desde lejos. Lo que en realidad estábamos presenciando eran las primeras escaramuzas entre genes de virus y humanos.
Iniciando abril la batalla ya era feroz. Se cerraron las puertas del aula a cerca de 1,500 millones de alumnos en 172 países. Nuestro continente tenía sus aulas total o parcialmente cerradas.
En Honduras el sistema educativo en los distintos niveles se cerró completamente a mediados de marzo y no ha podido recuperar su oferta de educación presencial. Comenzó paulatinamente a amortiguar el impacto mediante la tecnología que, por su naturaleza y el bajo nivel de desarrollo del país, ayudó en mayor grado a los universitarios y dejó al margen a la gran mayoría de niños y jóvenes pobres.
En esta encrucijada tradicional de enseñar y aprender, de emisión y recepción de mensajes educativos, con o sin el uso de la tecnología educativa de última generación, la inequidad hunde sus colmillos en los niños y jóvenes de los hogares más pobres. Recién en julio de este año, investigadores de la UPNFM, citando al INE, reportaron que cuando el COVID-19 arribó al país ya el peso de la brecha digital se sentía en todo nuestro sistema educativo.
Reportaron que el acceso a la internet en casa es muy bajo (18.5%) y entre la población hondureña la inequidad digital es desbordante (16.4% de la población urbana versus 2.1% de la rural). Así que cualquier uso de la tecnología de punta sufre la enfermedad mortal de las comunicaciones: “hay emisores pero no hay receptores”.
En la recepción de mensajes educativos usando tecnología se reportó que, aproximadamente, 1 de cada 3 hondureños tiene actualmente acceso a la internet. Además, de cada 100 hondureños con acceso, 87 lo hacen usando su teléfono celular, así que es ilusorio aspirar a brindar servicios educativos con equidad utilizando el internet.
Otro problema grave es el costo de los datos. Un par de ejemplos. El 6 de marzo, el periódico El País, de España, informó que China ofrecía lecciones "online" para 280 millones de alumnos (atendidos por unos 15 millones de docentes) y que “el sistema ha puesto de relieve las diferencias entre los estudiantes acomodados y los menos pudientes”.
En Argentina, en marzo el estado dijo presente y negoció el “rating cero” con los operadores nacionales de telefonía móvil (Claro, Movistar Telefónica y Telecom Personal) obteniendo la bonificación en el servicio de datos para el uso de plataformas educativas del Ministerio de Educación y las plataformas educativas de más de 50 universidades nacionales.
En nuestro país, a pesar de la pobreza, la historia es diferente. En otros lugares se tomó la iniciativa para que en la colaboración entre lo privado y lo público se unieran esfuerzos para el bienestar general de la población, fuera el mínimo no negociable en la iniciativa de salvar la educación de los niños y jóvenes. Aquí, al menos en lo que a telefonía celular e Internet se refiere, la historia ha sido distinta y usted la conoce mejor porque la ha estado viviendo en carne propia.
El desafío mayor es frenar el exponencialmente creciente nivel de inequidad en el acceso, los procesos y resultados educativos; agrandado por el incipiente desarrollo en tecnología digital con el que nos encontró la pandemia.
En estos momentos el péndulo de la pandemia no retorna a la normalidad. Aún no sabemos cuál será la “nueva normalidad”, que más que “nueva” debe ser una “mejor normalidad”.
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